Bienvenidos y bienvenidas al Rincón de la Psicología, un espacio donde todos los miércoles, las psicólogas y psicólogos de PSICARA abordamos temas y curiosidades relacionadas con la Psicología. El artículo de esta semana pretende poner sobre la mesa una de las características personales que está muy presente en nuestra sociedad, en diferentes generaciones, y que puede llegar a dañar la percepción que tenemos de nosotros mismos: hablamos de la autoexigencia.
“No he estado a la altura”, “no ha sido suficiente”, “ha faltado algo”, “no he dado la talla”, “tengo que esforzarme más”, “debería haber estado más atenta”, “como se me ha podido olvidar eso a mí”, “esto no puede volver a suceder”.
Leyendo estos mensajes alguna persona puede pensar “jolín, ¡qué dura es consigo misma!”. Sin embargo, para muchas otras, estas voces suenan en su cabeza continuamente, como cuando se te pega una canción y no puedes parar de tararearla. A Lola esto le pasa en varios momentos del día, todos los días. Es el hilo musical que resuena en su interior, como cuando entras en Zara y estás deseando dejar de escuchar la maldita música de fondo. Lola es una mujer que busca la excelencia en todo lo que hace y, por eso, es exigente con los demás, pero, sobre todo, consigo misma y en diferentes ámbitos de su vida: antes en sus estudios, ahora en su trabajo como abogada, en su carrera deportiva de atletismo, en su imagen y apariencia física, e incluso en su hobbie que es la pintura. Y quizá te estés preguntando… “ser autoexigente es algo bueno, ¿no?” porque es una actitud y un valor positivo que nos puede ayudar a mejorar y dar lo mejor de nosotros mismos, proponernos metas y objetivos y sentir satisfacción y realización al alcanzarlos. Y así es, ser una persona autoexigente no tiene por qué ser algo negativo, algunas lo pueden vivir y llevar con mayor o menor facilidad. Puede ser un arma de doble filo, y cuando llega a niveles muy elevados y disfuncionales es cuando estaríamos hablando de un problema, por eso es fundamental encontrar un equilibrio.
Lola es una joven abogada que actualmente trabaja en uno de los bufetes más conocidos de la ciudad. Fue criada por unos padres que siempre le valoraron los buenos resultados académicos y el esforzarse para conseguirlos, llegando a perderse cumpleaños o fiestas con amigas por priorizar el estudio. Desde hace unos años está entrenando en atletismo. Hace unos meses, su entrenador le dijo que con el gran potencial que tenía para este deporte podría llegar muy lejos y le planteó la idea de debutar en una competición. Sus compañeros le reforzaron esta idea desde el primer minuto, valorándole las buenas condiciones físicas que jugaban a su favor. A partir de este momento, Lola se propuso competir y quedar en pódium en su debut; entrenó muy duro durante la preparación y en muchos momentos aparecieron pensamientos que le decían que no iba a conseguirlo y que abandonara el objetivo, pero pese a ellos, persistió en su trabajo para conseguir su meta. El resultado de la competición no fue el esperado y quedó en el quinto puesto, de los diez atletas presentados. Automáticamente, en la cabeza de Lola empezaron a sonar pensamientos del tipo “debería haber entrenado más”, “no lo he dado todo”, “he fracasado como atleta”, “los demás son mejores que yo”, “no he hecho lo suficiente”. Acompañados de emociones como la decepción consigo misma, con su entrenador y sus compañeros, la vergüenza al afrontar los días posteriores y la culpa por esos momentos de desconexión que se había permitido durante la preparación. Para nada pensó ni valoró todo el esfuerzo que había hecho para llegar hasta allí, y lo difícil que había sido conciliar la vida familiar, laboral, social y deportiva, así como gestionar los momentos de bajón. Su atención estaba centrada en todo aquello que le faltaba y debería haber hecho mejor, y focalizada casi exclusivamente en su meta, sin considerar el precio que había pagado por su sacrificio y esfuerzo. Se sentía fracasada.
Para Lola, esta tendencia a imponerse constantemente unos objetivos y unas expectativas muy altas, siendo crítica consigo misma, se ha convertido en un problema porque vive pendiente de dar siempre lo mejor, de anticiparse a todo, con una actitud perfeccionista y siempre buscando la excelencia. Todo esto le crea una enorme revolución dentro de sí misma y le hace creer que sus logros, cualidades y virtudes “no resultan ser lo suficientemente buenos” como para sentirse satisfecha consigo misma o cree “no ser merecedora de ellos”. Aunque busca alcanzar la excelencia en todo lo que hace, la sensación primordial que le invade es la de “nunca es suficiente”. Y todo esto, para Lola y todas las personas que nos sentimos identificadas con ella, es un problema cuando dejamos de permitirnos ser seres falibles, de equivocarnos, de darnos la oportunidad de no saber, de no poder, de aprender. Y lo que emerge después es un juego de “autotortura” que resulta de la mezcla entre el machaque con esos mensajes desde el reproche, de “no estar a la altura” y ese rollo, y el combo de un estado de estrés, ansiedad y emociones desagradables como preocupación, miedo, fracaso, descalificación, frustración, vergüenza o culpa.
La autoexigencia nos puede hacer estar permanentemente insatisfechos con nuestros resultados. En el afán por hacer todo de la mejor manera, una vez llegamos al objetivo marcado siempre pensamos que podría ser mejor. Esto genera un estado de insatisfacción final permanente que se intenta cubrir con más exigencia, provocando que las tareas puedan alargarse indefinidamente, con el consecuente estrés y ansiedad añadidos.
Esos mensajes caracterizan actitudes y pensamientos rígidos e inflexibles que nos llevan a una mala gestión de los imprevistos y los cambios. En consecuencia, nos hace más vulnerables al estrés que generan este tipo de situaciones.
Por otro lado, la autoexigencia genera una gran inseguridad ante la posibilidad de fracasar. Esto nos lleva a una necesidad de control sobre todas las tareas para intentar minimizar los posibles fallos y evitar la frustración que puede generar el fracaso, así como la posterior vergüenza al reconocerlo. Si mantenemos esta actitud centrada en el objetivo final, nos olvidamos de lo más importante: el proceso que estamos llevando a cabo. Y al no lograr la perfección, no nos sentiremos satisfechos, lo que nos hará estar inmersos en un ciclo que hará que nuestra autoestima se vea dañada. En definitiva, se trata de una cualidad que mal gestionada puede llegar a comprometer nuestra salud no solo por el estrés que genera, sino porque este hace que la autopercepción de las necesidades quedan relegadas a un segundo plano.
¿Qué podemos encontrar debajo de esta autoexigencia disfuncional? La parte sumergida del iceberg refleja muchas de las variables que hemos ido mencionando a lo largo del artículo: miedo al fracaso, a la decepción, al reconocer un fallo, al rechazo o al abandono; dificultad para delegar o poner límites; sobrecarga de tareas; altas expectativas; comparaciones continuas; presión social y exigencia externa; estilo educativo autoritario recibido en la infancia; autocrítica alta y perfeccionismo; inseguridades; dependencia de la aprobación y valoración externa; cultura del éxito y del sacrificio.
En muchas ocasiones, las soluciones que intentamos poner para sentirnos mejor con nosotras mismas no han hecho más que retroalimentar el problema. No eres tus logros. Eres más que eso y no necesitas ser una persona perfecta para ser una persona valiosa.
Jessica Esteban Arenas, psicóloga de PSICARA
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